-- ¡Basta! Ya estoy harta, me largo de aquí.
Fue lo último que dije antes de abandonar mi casa. Llevo horas caminando y no se ni dónde estoy. Pero cualquier lugar, es mejor que allí.
Las calles son oscuras, y lóbregas, alumbradas por unas farolas que denotan ausencia de mantenimiento. La noche es cerrada, y tengo frío, de las prisas salí sin coger ningún chal.
-- Una señorita como tú no debería andar sola a estas horas -- me sobresaltó una voz masculina a mi espalda.
Me giré y di un paso atrás de un salto. Bajo una farola ahora enfrente mía, estaba él, un chico joven, de pelo negro y lacio, ropa a juego y ajustada, con unas gafas de sol violetas a pesar de ser bien entrada la noche que no me dejaban ver sus ojos.
-- ¿Quién? ¿Quién eres tú?
-- Eso no importa cariño -- dijo, y según parpadeé, desapareció delante de mis narices
Inmediatamente sentí su mano, masculina, tersa, y fría como un témpano, recorriendo mi pierna hacia arriba, mientras su otro brazo me rodeaba la cintura.
-- ¿Cómo has hecho eso? ¿Qué.... qué haces? -- empecé a perder el control mientras se me cerraban los ojos.
Estaba siendo asaltada por un violador nocturno y simplemente no podía resistirme. Era hermoso, me resultaba hermoso, cómo recorría delicadamente mis curvas y me besaba en el cuello.
-- ¡Ay! -- exclamé, no era un beso, sentí un pinchazo en el cuello, y sentí, como si mi vida se escapase por él, como si una fuerza más poderosa que yo la arrancase a gotitas.
De repente, todo paró, en seco, y pude abrir los ojos. Le vi, delante mía, con las gafas de sol levantadas. Tenía el iris blanco, en contraste con sus pupilas negras y profundas, y la boca manchada de sangre. Algo me dijo que era mi sangre.
-- ¿Quién eres Alice? Eres distinta... -- susurró
No entiendo como sabía mi nombre, no podía articular palabra, me encontraba mareada y excitada, colgando sobre sus fuertes brazos.
-- Te llevaré con ellos, tienen que conocerte -- dijo justo antes de que la luz de las farolas empezara a desvanecerse. La debilidad estaba pudiendo conmigo, y finalmente, venció. Se hizo la oscuridad.
Lentamente pude abrir los ojos y vi la luz de una lámpara de lágrimas. Estaba tumbada, vestida, en una cama, rodeada por un grupo de chicas y chicos, todos vestidos de negro, el único color en sus diferentes gafas de sol, sus pelos, y en el maquillaje de las chicas.
No conocía de nada a toda esa gente, pero me hacían sentir tranquilidad, me sentía acompañada, como se supone que se siente la gente rodeada de sus amigos. Era algo extraño.
-- Por fin te despiertas Alice -- dijo el chico que ya conocía. Estaba enfrente mía a los pies de la cama.
Intenté incorporarme, con dificultad.
-- Cuidado, aún estás algo débil, has dormido casi un día entero -- dijo una chica alta, enfundada en un traje negro de volantes y falda ancha, con el pelo rojo vivo en una lacia melena que le llegaba hasta los pechos.
Resultaba increíblemente atractiva. No soy lesbiana, siempre me han gustado los chicos, pero ella, me excitaba con sólo mirarla. De hecho, todas las chicas y los chicos que rodeaban la cama sobre la que yacía, me resultaban terriblemente excitantes, y me inspiraban tranquilidad y confianza.
-- Mi nombre es Susana, -- se presentó la chica pelirroja -- bienvenida a mi coven Alice, te estábamos esperando.
-- ¿Coven? -- pregunté extrañada.
-- Somos una familia, una congregación, un grupo de grandes amigos, escogidos entre gente como tú, con tu dolor -- explicó.
-- ¿Mi dolor? -- imaginé que se refería a mi soledad -- ¿Cómo conoces mi dolor?
-- Robert, el chico que conociste en la calle, nos lo ha enseñado todo. Tus recuerdos, tus temores, tu dolor.
-- Pero... ¿cómo? no entiendo.
-- Pronto lo entenderás. -- me interrumpió -- Robert te ha traído aquí. Siempre estamos esperando a gente con tu dolor. Te ofrecemos nuestra amistad, quitarte ese dolor profundo que te carcome el alma, y vivir una vida feliz, y sin preocupaciones, cómo un miembro más de nuestra familia. -- parecía un ofrecimiento. Su voz era suave, melodiosa, hablaba como en susurros y no le vi si quiera mover los labios al hacerlo.
-- Es.... es una oferta interesante...
-- ¿Te sientes a gusto entre nosotros verdad?
-- Me siento acogida, feliz, como nunca lo he sentido.
-- Entonces, ¿aceptas mi oferta?
-- Sí... sí... acepto, ¿qué tengo que dar a cambio?
-- Sólo tienes que dejar todo atrás, abandonar tu actual vida, empezar una nueva con nosotros.
-- No tengo nada que perder, no me importa. -- Así era. Sólo una amiga, una familia insoportable, una casa que acababa de abandonar. No me quedaba nada en la vida y ellos me ofrecían todo lo que quería. Sentía que todo saldría bien.
Susana hizo un gesto con la mano y todos se marcharon de la habitación, excepto ella, tres chicas y tres chicos, entre ellos Robert.
Antes de que me dieran cuenta los seis estaban encima de la cama, mientras Susana miraba sonriente desde su inamovible posición, besándome, desnudándome suavemente, mordiéndome, bebiendo de mí...
Era algo maravilloso, me sentía conectada, como si mi vida fluyera hacía ellos, en un sinfín de pequeños orgasmos. Jamás había sentido nada así, y no es que fuera virgen, es que no creo que existiera nada mejor que eso.
Pero me estaban haciendo desvanecerme, mi vista se volvía borrosa, mi voluntad fallecía, y mis gemidos se apagaban, justo cuando...
-- ¡Suficiente, parad! -- intervino Susana, y ellos pararon, desapareciendo como los demás. Sólo quedábamos ella y yo, aunque cada segundo que pasaba, yo estaba menos allí, y más, con un pie en el mundo de los muertos.
Se acercó hacia mi como si flotase, se mordió la muñeca y la colocó entre mis labios, dejando que su sangre manase en mi boca.
-- Bebe, con esto te unirás a nosotros, serás parte de nuestra familia.
Al principio no tenía fuerzas suficientes para beber, pero después del primer trago empecé a sentirme con fuerzas, y bebí, bebí, ella fluyó hacia mi, en una dulce y maravillosa unión. Cuando creí que bebieran de mi era lo más maravilloso y existante me equivocaba, esto lo era aún más. Su sangre tenía un sabor dulzón, y empecé a saber, empecé a recordar, empecé a ver todo lo que ella sabía.
Y ella lo sabía todo, de mi, de Robert, del Coven.
-- Suficiente hija mía -- dijo dulcemente retirando su muñeca de mis labios.
Yo quería beber más, sentí el instinto de levantarme y seguir, pero no pude levantarme. El cuerpo empezaba a arderme, era insoportable. Sentía como si me estuviese quemando, como si un millar de diminutas llamas quemasen cada célula de mi ser, notaba el corazón, latiendo fuertemente, intentando ganarle un sprint a la muerte, y, de repente, se paró.
Todo había acabo. Parpadeé, incapaz de creerme lo que veía. Miraba a la lámpara de lágrimas del techo, y veía, cada corte en los cristales, cada haz de luz traspasándolos, formando innumerables arcoiris que se unían y se destruían.
-- Deberías mirarte -- susurró Susana, señalando un espejo de cuerpo entero en una esquina de la habitación.
Pensé en incorporarme, y, fue instantáneo, estaba delante del espejo. Mi cuerpo había actuado casi antes de que pensara lo que quería hacer con él.
Me miré, me observé, me analicé detalladamente. No era sólo mi visión lo que había cambiado. Yo había cambiado.
Mi piel se había vuelto blanca, lechosa, como la de todos ellos. Parecía brillar a la luz. Mi pelo, que siempre había sido de un rubio oscuro e indefinido, ondulado y con volumen, ahora se veía mas claro, con brillos plateados, y me caía lacio por los hombros. Mis ojos, antaño de un iris verdoso, ahora poseía el mismo iris blanco que observé en Robert.
Mis uñas y mis labios estaban pintados de un rojo vivo y mis ojos tenían una gran carga de sombra negra, me habían maquillado. Me vino a la mente el recuerdo de como Susana le ordenaba a otra chica, Cristina, maquillarme, y que ella lo había hecho mientras bebía de mi.
Resultaba increíble que hubiera podido hacer ambas cosas a la vez.
Todas las arrugas e imperfecciones de mi piel, mis ojeras, todo había desaparecido. Mis pechos se sostenían redondo y prietas, y mi vello corporal era absolutamente inexistente.
-- Debería vestirme -- pensé
-- Cristina ha ido a buscarte ropa, no tardará mucho -- contestó Susana. Oía lo que ella pensaba.
Antes de que pudiera preguntarme cómo lo había hecho, apareció en mi mente, como un recuerdo. Susana puede oir los pensamientos de todos sus hijos estén donde estén. Y ahora yo era también su hija.
Sonreí, y pude observar como mis colmillos se habían afilado y alargado. Indudablemente, servían para alimentarme.
-- Vampiros, eso somos -- pensé
-- Prefiero llamarnos caminantes de la noche -- volvió a sorprenderme. Supongo que me acostumbraré a que sepa lo que pienso.
Una chica entró por la puerta con ropa en sus manos, era Cristina.
-- Aquí está la ropa Maestra -- dijo mirando a Susana.
-- Dejémosle vestirse tranquila -- le contestó, y ambas salieron. No desaparecieron, pero se movieron tan rápido, que dudo que ojos que no fueran como los míos son ahora pudieran ver más que eso.
Observé la ropa. Era como la de todas ellas, el mismo estilo. Unas botas negras de tacón cuadrado y tachuelas, unos pendientes plateados con una araña colgando con dos diminutos rubíes como ojos, una falda de volantes negra larga, un corsé abotonado bastante generoso de escote, unos guantes de rejilla negros, y unas gafas de sol rosas.
Nunca antes me habría puesto esa ropa, pero ahora, me parecía la más adecuada. Siempre había sido de vestir a la moda, ahora era otra Alice, y era hora de cambiar también eso.
Pero me quedé algo de la antigua Alice. Me quedé mis antiguas sandalias de cuña, que por suerte eran negras también, y el anillo que llevaba en el pie.
Las sandalias, porque eran el estilo de ropa que siempre me compraba cuando me entraba la depresión, "el dolor", y el anillo, porque me lo regaló por mi cumpleaños mi única amiga, y quería recordarla.
Y con la ropa que Cristina había traído, y mis antiguos zapatos, me vestí.
Al colocarme los pendientes recordé que todas llevaban exactamente los mismos, era el símbolo del coven, de mi familia.
Adivinando una vez más mis pensamientos, Susana y Cristina entraron.
-- Tengo sed Maestra -- le dije a Susana, observando, que mi voz también había cambiado. Sonaba dulce, atractiva, melodiosa, como el canto de una sirena atrayendo a los incautos marineros.
-- Lo sé, Cristina será tu madrina, te acompañará a cazar hasta que puedas valerte por ti misma, y hará olvidar a tus víctimas que te has alimentado -- olvidar... eso me hizo pensar en quién sería mi primer alimento.
-- Cuando quieras vamos, sólo piensa la persona, o el lugar, e irás hasta allí. Yo te seguiré -- susurró Cristina.
Me coloqué mis gafas de sol, para que los no iniciados no pudieran ver mis nuevos ojos, y pensé en mi amiga, Patricia.
Y con el pensamiento empezó el movimiento y a una velocidad increíble, de forma natural y automática, empecé a caminar, abriendo las puertas por el camino, hasta la puerta de la casa de Patricia.
Susana me había seguido de cerca.
-- ¿Por qué ella? -- indudablemente sabía de mis recuerdos dónde estábamos
-- Quiero que sea capaz de olvidarme.
Llamé al timbre, y al otro lado de la puerta preguntó una voz -- ¿Quién es? -- Era Patricia, y su voz sonaba diferente, mejor.
Podía oler su aroma a través de la puerta, lo cuál acrecentaba mi sed. Le dije que era yo, y abrió...
-- ¿Alice? ¿Eres tú? ¿Qué te ha pasado? Llamé a tu casa y tus padres me dijeron que te habías largado y no volverías nunca más, y, ¿qué haces vestida así? ¿Quién es esa chica que te acompaña?
-- Déjanos entrar -- susurró Cristina
-- Pasad, pasad, y ahora me lo cuentas todo.
Estaba vestida como siempre, y me fijé en sus sandalias romanas. Allí estaba, el mismo anillo que me había regalado a mi. Verlo me dio fuerzas.
Me acerqué a ella, y acariciando lentamente cada curva de su cuerpo, empecé a besarle el cuello. Definitivamente, ahora también me gustaban las mujeres. Aunque no era sexo, era alimentarme, sobrevivir.
Mordí, y su sangre empezó a fluir, empecé a beber. Aquello era delicioso, un toque amargo, sin lugar a dudas el tabaco, y una pizca ácida, las drogas que habría tomado ese día. Sus recuerdos fluyeron a mi mente, sus sentimientos, y su amor hacía mi. Hacia la antigua Alice, a la que debía olvidar.
Cuando ella ya empezaba a estar débil, yo me sentí saciada. Era automático, instintivo, la deposité en una mecedora y miré a Cristina.
-- Ya está. Por favor, haz que me olvide, y que se deshaga de ese anillo del pie. Su amiga Alice ya no existe.
Cristina me entendió, ya que no dijo nada cuando me alejé hacia la puerta. No quería vérselo hacer, aunque tendría que mirar como lo hacía para desarrollarme, no sería con Patricia. Con ella no.
Al cabo de unos instantes Cristina se separó de ella, y se dirigió a la puerta caminando lentamente, como si fuera una humana más.
-- Está hecho -- dijo cuando me alcanzó, y salió por la puerta.
Me asomé hacia dentro y observé como Patricia lentamente se quitaba el anillo y lo tiraba en una papelera cerca de la mecedora.
-- Siempre te recordaré -- susurré, y cerré la puerta.
La vieja Alice había muerto, y allí, esa noche, en ese lugar, empezaba mi nueva vida.
¿Por qué a veces aguantamos tanto?
Hace 5 años